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La desaparición del señor Rocha

un Cuento Policial de
Zas Gabriel Marcelo





Elena Franco, esposa del señor Miguel Rocha, estaba desesperada. Hacía dos días que no tenía novedades de su esposo. Se había ido a trabajar el 26 de agosto temprano a la mañana y nunca más se supo de él. El 28, la señora Franco decidió radicar la denuncia.
Al frente de la investigación, se hallaba el inspector Rogelio Otranto, jefe de la División Personas Desaparecidas y Rastros de la Policía Federal. Apuntó sus primeras sospechas hacia la esposa de Miguel Rocha. Ella se indignó terriblemente ante tal circunstancia.
_ Todos son sospechosos hasta que se demuestre lo contrario, señora Franco_ le explicó el inspector Otranto._ Y usted, por ser la esposa del desaparecido, es la principal sospechosa y la más comprometida.
_ ¿Acaso cree que secuestré a mi esposo, lo encerré por ahí e hice la denuncia?_ inquirió Elena Franco con un dejo de aticismo.
_ No sería la primera vez que ocurriera una cosa así. Hacen una falsa denuncia para desviar la atención de la Policía y hacernos perder el tiempo. Y si hay algo que verdaderamente me fastidia, es que me hagan perder el tiempo.
_ Pues, permíteme decirle, señor inspector, que yo no soy esa clase de persona. Y que funda sus insinuaciones en circunstancias ridículamente inconsistentes.
_ Convénzame entonces de que estoy equivocado. ¿Por qué demoró dos días en hacer la denuncia?
_ Porque mi esposo era así. Cada vez que discutíamos, dormía afuera y no regresaba hasta el día siguiente a la noche.
_ Así que, discutieron el 26…
_ El 25 a la noche_ corrigió Elena Franco.
_ Bien. Discutieron el 25 a la noche, el 26 usted no lo vio porque se fue a trabajar temprano a la mañana, como lo hacía habitualmente. Supuso que volvería el 27 a la noche. Pero como no lo hizo, el 28, es decir hoy; decidió realizar la denuncia correspondiente.
_ Correcto.
_ ¿Por qué discutían por lo general?
_ Por plata, por otra mujer…
_ ¿Otra mujer?
_ Volvía tarde prácticamente todas las noches, inspector. Y cuando no volvía, no quería decirme dónde pasaba la noche. Por cansancio, me terminaba respondiendo que se había quedado en el trabajo. Pero claramente me estaba mintiendo. Esa es la excusa que meten todos los hombres cuando se quedan en casa de la otra.
_ ¿Usted verificó estos dichos con el jefe de su marido, señora Franco?
_ ¿Para qué iba a hacerlo? Estaba segura que iba a decirme que sí y que lo iba a encubrir. ¿Para qué molestarme entonces?
_ ¿Pero, y si no era así?
_ El jefe de mi esposo es hombre. Y los de su especie se protegen entre ellos. Me extraña que no lo sepa, inspector Otranto.
_ ¿Basa sus sospechas en el simple hecho de que el jefe del señor Rocha es hombre? ¿Entendí bien?
_ Lo baso en el hecho de que el jefe de mi esposo también hacía lo mismo.
_ ¿A qué se refiere puntualmente?
_ A que él también engañaba a su mujer con otra.
_ ¿Y cómo sabe eso?
_ Porque esa otra soy yo.
El inspector Rogelio Otranto se quedó azorado.
_ ¿Perdón, cómo dijo?_ reaccionó unos instantes después, el inspector.
_ Lo que escuchó_ repuso Elena Franco._ Las noches que mi esposo no volvía a casa, Héctor venía a casa a quedarse conmigo.
_ Dejando sola a su esposa, lo cual creo que no es nada conveniente, teniendo en cuenta la situación en la que nos encontramos.
_ Es usted un tipo despierto, inspector, lo admito.
_ ¿Entonces, la esposa del jefe del señor Miguel Rocha es su amante? ¿Me está diciendo eso?
_ Ni más ni menos.
_ Y creo que ella no sospechaba lo que ocurría.
_ Eso no tengo idea.
_ Muy bien. ¿Héctor cuánto se llama el jefe de su esposo?
_ Héctor Mejía.
_ ¿Y el nombre de su esposa?
_ No tengo idea.
_ ¿Por qué discutieron usted y el señor Rocha la noche antes a su desaparición?
_ Por plata. Me amenazó con que si seguía acusándolo de cosas que no eran, me iba a dejar en bancarrota.
_ ¿Se refería a las acusaciones de infidelidad?
_ Exacto.
_ Vamos a volver a hablar, señora Franco.
La siguiente diligencia del inspector Otranto fue mantener una conversación con el señor Héctor Mejía. Era un hombre alto, joven, de cuarenta y tantos años, levemente encorvado, ojos saltones y nariz aguileña. Afable y de buen carácter.
_ Supe lo de Miguel. Es una tragedia terrible. ¿Tienen alguna idea de dónde puede estar o de lo que le pasó?_ quiso saber con mucho interés, el señor Mejía.
_ Esperaba que usted pudiera ayudarme al respecto_ replicó Rogelio Otranto._ ¿Miguel Rocha era empleado suyo, no es así?
_ Así es. Era más que eso en realidad. Era como un hermano para mí.
_ ¿Cómo se comportaba el señor Rocha durante las últimas semanas previas a su desaparición?
_ Como lo hacía siempre. No vi ninguna actitud extraña ni atípica en su conducta, si a eso se refiere, inspector.
_ Digamos que sí. ¿Y tampoco le dijo nada que llamara su atención?
_ En absoluto.
_ ¿Estaba al corriente de los problemas maritales que Miguel Rocha padecía?
_ Estaba mal con Elena. Desde hacía tiempo ya. Problemas de pareja y de dinero.
_ Por lo visto la conocía.
_ Al contrario. ¿Por qué me lo pregunta?
_ La llamó por su nombre.
Héctor Mejía se dio cuenta tardíamente de la mala pasada que le jugó su cabeza. Pero ya no había forma de subsanarlo, aunque realizó un esfuerzo inútilmente.
_ Dije que estaba mal con su esposa, inspector. Usted me entendió mal_ intentó evadirse.
_ Le dijo Elena a la esposa del señor Rocha_ le retrucó con convicción el inspector Rogelio Otranto.
_ Es imposible. No la conozco.
_ Casualmente, se llama Elena Franco. Es curioso, porque ella no conoce el nombre su mujer. Al menos, fue más suspicaz que usted en ese aspecto, señor Mejía.
El señor Mejía se puso a la defensiva.
_ ¿Qué está insinuando?
_ ¿Cómo se llama su esposa, señor Mejía?
_ Eso no atañe a la desaparición de Miguel.
_ Todo lo contrario, señor Mejía. Así que, se lo voy a volver a preguntar. ¿Cómo se llama su esposa, señor Mejía?
_ Carla. Carla Montiel.
_ Supongo que ella no sabe de su romance con la señora Franco. ¿O sí?
_ Por ahí viene la cosa, entonces.
_ La señora Elena Franco me confesó que cuando Miguel Rocha dormía afuera después cada discusión que mantenían, usted iba a su casa a consolarla y hacerle compañía. Me pregunto qué pretextos le daría usted a la pobre e ingenua señora Montiel para ausentarse esas noches.
Héctor Mejía comprendió que no tenía escapatoria y se quebró.
_ Le decía que me quedaba en la oficina por trabajo.
_ Y ella le creía.
_ No lo sé, honestamente. Y tampoco me preocupa a esta altura.
_ ¿Le decía Elena la excusa que le daba el señor Rocha cuando volvía?
_ Que se quedaba a dormir en la oficina.
_ Casualmente, el mismo pretexto que usted le daba a la señora Montiel cuando se ausentaba para quedarse con la señora Franco. Y la pobre señora Carla Montiel se quedaba sola.
_ No me gusta lo que está proponiendo.
_ Yo no propongo nada, señor Mejía. Le estoy siendo directo y honesto. Miguel Rocha tenía un romance con su esposa, la señora Carla Montiel, señor Mejía.
Héctor Mejía se quedó totalmente petrificado, como si una sensación de irritación lo estuviese invadiendo muy lentamente. Pero a paso acelerado.
_ ¿Mi esposa con Miguel?_ dijo sin salir de su asombro.
_ No lo puede juzgar. Usted se veía en secreto con la señora Franco. Él siempre exageraba las discusiones con la señora Franco para huir y venir a ver a la señora Montiel, porque sabía que usted, señor Mejía, no iba a resistir la tentación de escaparse y dejarle el camino libre para pasar la noche con su esposa. Es una historia interesante, porque en este contexto, el señor Miguel Rocha está desaparecido desde hace dos días, y eso es algo que me incumbe demasiado y lo que justifica mi presencia en su casa, señor Mejía.
Carla Montiel, la esposa del señor Mejía, había escuchado todo secretamente desde la escalera. Bajó aceleradamente, motivada por un deseo de frenesí insoslayable, y enfrentó acaloradamente y en duros términos a su marido.
_ ¡Desgraciado, hijo de puta! ¡Me estabas cagando con la mina esa! ¿Me creíste boluda, para tomarme el pelo de esa manera? ¡Hijo de puta!
_ ¿Vos me estás cuestionando a mí, Carla?_ la cruzó duramente el señor Mejía._ ¿Vos te revolcabas con Miguel y me estás cuestionando lo que yo hacía con Elena? Pero, vos no tenés moral.
_ ¿Y vos? Vos no tenés moral ni huevos.
Rogelio Otranto recibió una llamada, que atendió con dificultad porque de fondo Carla Montiel y Héctor Mejía seguían exhibiendo los trapitos al sol y lanzándose acusaciones e insultos mutuos de toda índole. Cuando el inspector Otranto cortó la comunicación, detuvo en seco la discusión y la calma volvió a adueñarse del ambiente.
_ Señores, basta_ sentenció con firmeza y autoridad_. Me acaban de comunicar que hallaron una gabardina que pertenece al señor Miguel Rocha, manchada de sangre. Según un examen preliminar, es 0 negativo, su mismo factor, como nos confirmó la señora Franco.
Carla Montiel y Héctor Mejía se angustiaron.
_ ¿Está muerto?_ se animó a preguntar ella, algo tímida.
_ No hay nada seguro aún. Según el forense, la cantidad de sangre que hallaron en la gabardina es consistente con una herida grave, lo que nos da razones para creer que está muerto. Pero hasta que no lo hallemos, no podremos tener ninguna certeza.
_ Es curioso_ le decía Sean Dortmund al capitán Riestra en la escena donde fue hallada la gabardina del señor Rocha. Era una cancha de tenis de la Ciudad de Buenos Aires_ que no haya rastros de sangre por ningún lado.
_ ¿Qué tiene de raro eso?_ replicó Riestra.
_ Que si el señor Rocha hubiese venido caminando hasta esta zona ya herido, habría restos de sangre dispersos en diferentes sectores de la cancha. Lo mismo si lo hubiesen atacado acá mismo. Pero contrariamente a eso, no hay nada. Sólo la gabardina y nada más.
_ La plantaron.
_ Es lo que pienso. Y puede que a esta altura, el señor Rocha esté muerto si recibió tan maña herida.
_ Espero esté equivocado, Dortmund.
_ Espero sinceramente lo mismo.
El inspector Rogelio Otranto hizo gala de presencia en ese instante.
_ ¿Qué hace acá Riestra? El caso Rocha es mío_ adujo enardecido.
_ Hola, Otranto, tanto tiempo. ¿Cómo andás?_ lanzó con sarcasmo, el capitán Riestra.
_ El caso de Miguel Rocha me lo asignaron a mí.
_ Con todo respeto, inspector Otranto_ intervino Dortmund, galantemente._ A usted le asignaron la desaparición del señor Rocha y al capitán Riestra, le asignaron la investigación de su supuesta muerte.
_ Sean Dortmund. Qué gusto volver a verlo. Estoy en deuda con usted por lo del caso de la nena del Italpark, que usted resolvió muy audazmente.
_ El de la pequeña Victoria Brenta. Lo recuerdo perfectamente.
_ Sin embargo, debo recalar en el hecho de que este es un caso de desaparición en curso y yo soy quien está al frente de su investigación.
_ La sangre encontrada en la prenda de la víctima lo autoriza al capitán Riestra a intervenir. Por lo que sugiero, trabajemos en equipo.
_ Declino la oferta, gracias. Yo trabajo solo. Además, no hay ninguna confirmación, hasta donde sé, de que Miguel Rocha esté muerto.
_ Pero la sangre en su gabardina sugiere una pista interesante al respecto. Y como bien usted me acaba de decir, inspector Otranto, está en deuda conmigo.
Muy a pesar suyo, Rogelio Otranto aceptó colaborar con Dortmund y Riestra. En cuestión de minutos, los puso a ambos caballeros al corriente de las conversaciones que mantuvo tanto con la señora Franco como con el señor Mejía.
_ Interesante_ dijo Sean Dortmund una vez el inspector Otranto acabo con el relato._ Hizo usted las preguntas correctas. Pero le faltó ser más perspicaz en algunos aspectos.
_ ¿Qué quiere decir?_ refutó estratégicamente Otranto.
_ ¿Verificó las finanzas de la señora Franco? ¿Las cruzó con las de su marido? ¿Evaluó la posibilidad de que el señor Rocha se haya ido por su propia voluntad? Y de ser así, ¿preguntó los lugares que suele frecuentar para tener elementos por dónde comenzar la búsqueda?
Rogelio Otranto sintió culpa y un sentimiento de vergüenza lo incomodó estrepitosamente.
_ Lo imaginé_ repuso Sean Dortmund._ Se le escaparon cuestiones fundamentales para la investigación.  Nos ocuparemos con el capitán Riestra.
El inspector Rogelio Otranto asintió con una tímida inclinación de cabeza.
_ Y yo me quejo de usted_ le comentó al capitán Riestra, de camino a casa de la señora Franco.
Aquél refunfuñó y lo fulminó con la mirada.
_ ¿Tiene alguna idea de lo que pasó con el señor Rocha?_ preguntó Riestra para reponerse del trago amargo que le asestó Sean Dortmund.
_ Me extraña que no lo vea todo tan claro. ¡El caso está resuelto!
_ ¡Es imposible! ¿Cómo…?
_ La propia señora Franco le dio la clave al inspector Otranto. ¿Cómo pudo estar tan ciego?
_ Sigo sin comprender.
_ ¡Que el señor Miguel Rocha iba a dejar en bancarrota a la señora Elena Franco si seguía difamándolo con falsas acusaciones!
_ Pero, hasta donde sé, de falsas no tenían nada. Eran acusaciones muy reales.
_ Exacto. Y ahí está la solución del caso.
Sean Dortmund detuvo la marcha, extrajo lápiz y papel, escribió un recado en secreto, lo dobló y se lo entregó al capitán Riestra.
_ Esta pequeña nota nos llevará hasta el señor Rocha. Llévela urgente a casa de la señora Montiel. Cerciórese de que el señor Mejía no se encuentre presente, o en su defecto, espere a que se retire, y déjele el recado por debajo de la puerta. Y no se retire. Llame a algunos oficiales, hagan guardia y cuando la señorita Carla Montiel abandone la casa, síganla con discreción.  Es importante que no perciba que la están siguiendo porque se echará atrás sino. Apresúrese, por favor.
El capitán Riestra estaba absolutamente descolocado, pero obedeció sin hacer preguntas ni cuestionamientos.
La señora Elena Franco recibió al inspector Dortmund bien predispuesta y de buenas maneras. Su reputación lo antecedía.
_ Le agradezco que me reciba, señora Franco_  le correspondió el inspector._ El motivo de mi visita no demandará más de cinco minutos.
_ Lo escucho_ replicó ella, muy cordialmente.
_ Tengo entendido que usted le recriminaba al señor Rocha que se veía en secreto con otra mujer y que él amenazó con dejarla en bancarrota si no desistía de tales acusaciones, que según su marido, eran infundadas. ¿Es correcto?
_ Sí. ¿Y eso que tiene que ver con su desaparición?
_ Todo, señora Franco. Absolutamente todo.
Sean Dortmund extrajo del interior de su sobretodo una serie de sobres cerrados. Elena Franco los observó alarmada.
_ Son los detalles de cuenta de sus finanzas y de las del señor Miguel Rocha_ aclaró Dortmund con petulancia._ Su cuenta está vacía y el señor Rocha tiene acreditada una suma equivalente al faltante suyo, señora Franco. Significa que su esposo cumplió con la amenaza y la dejó. No fue difícil. Tenían cuentas compartidas.
Ella empezó a temblar ligeramente.
_ En el banco me dijeron que ayer usted retiró el detalle de su cuenta y que armó un escándalo cuando vio que tenía saldo negativo_ continuó Dortmund con la disertación.
_ Lo admito. ¿Y? El escándalo fue una reacción natural.
_ No lo dudo. Ahora, ¿sabe lo que tengo en este otro sobre?_ preguntó mientras lo exhibía ostentosamente.
Elena Franco negó con la cabeza.
_ La póliza de seguro del señor Miguel Rocha. Dice que si él muere asesinado de forma violenta, usted cobra el doble, que ya de por sí, el valor real es una cantidad importante.
_ Vaya al grano.
_ Usted, señora Franco, tenía que recuperar el dinero que su esposo le quitó. Dinero que usted supuso lo destinaría a su amante,  la señora Carla Montiel. Pero le aseguro que ese no es su propósito verdadero. En fin. Usted lo seguía acusando de serle infiel, él la seguía amenazando. Y cierto día, sucedió. Usted confirmó sus sospechas pero no iba a permitir que el señor Miguel Rocha la dejase sin un centavo. Así que, el seguro de vida era la solución más directa. ¿Correcto? Porque su sangre es 0 negativo, el mismo tipo y factor que la de su esposo. E impregnada sobre una de sus gabardinas, ¿quién iba a cuestionarlo? Pensó que eso era suficiente. Pero olvidó que sin cuerpo, no hay crimen. Y ese lema es el santo grial de los peritos de las compañías de seguro. Pero usted supuso que igual funcionaría. Su esposo la abandona, la deja en bancarrota, usted se aprovecha de las circunstancias para fingir su desaparición, plantar falsas pruebas e instalar la idea de que el señor Rocha fue terriblemente asesinado por alguien desconocido, para así cobrar la póliza, recuperar lo perdido y vengarse de él al mismo tiempo. Fue brillante. Pero los detalles son los que siempre condenan al culpable, esos que no ven pero que yo sí y que nunca se me escapan.
Elena Franco se dio cuenta que se encontraba acorralada y confesó.
_ Es usted brillante. No pongo en duda sus cualidades. Estoy intrigada en conocer cuáles son esos detalles que usted asegura me delataron.
_ Fueron dos, en realidad. El primero, la amenaza de su esposo de dejarla en bancarrota. Y el segundo y más trascendental, fue el lugar donde se halló la gabardina de su esposo con su sangre, señora Franco. ¿Una cancha de tenis? Me parecía muy poco usual.
_ Tenía intención de dejarla en un lugar más conveniente. Pero tuve la desdicha de cruzarme accidentalmente con Héctor, Héctor Mejía. Sentí temor porque no sé si me vio. Así que, revoleé la gabardina por instinto y cayó en la cancha de tenis sin desearlo. ¿Puedo saber qué va a pasarme?
_ Eso no depende de mí, señora Franco. En lo que a mí respecta, le deseo tenga buenas tardes. Una última cosa antes de retirarme. ¿Cómo colocó su sangre en la gabardina del señor Rocha?
_ Fractura de tabique.
Sean Dortmund salió y cerró la puerta tras de sí.
Sean Dortmund, el capitán Riestra y otros tres oficiales ya estaban en posición, viendo cómo la señora Carla Montiel salió corriendo ni bien recibió el recado y se dirigió hasta una choza enclavada en medio de los bosques en la ciudad de Villa Elisa. Hasta allí fue Dortmund cuando recibió el mensaje del capitán. Carla Montiel estaba golpeando desesperada la puerta, cuando un hombre medio desolado pero con una sonrisa ensordecedora abrió y se fundió en un sincero abrazo con ella.  
_ Señores_ dijo Dortmund, señalando al caballero en cuestión._ Les presento a Miguel  Rocha.
Todos se quedaron azorados. Riestra más que el resto.
Siguieron contemplando la escena por sugerencia de Sean Dortmund.
Carla Montiel le exhibió la carta al señor Rocha y aquel se hizo el desentendido. Pero no le importó. Una mujer en silla de ruedas y con dificultades asomó y saludó afectuosamente a la señorita Montiel.
_ Esa pobre mujer es la madre del señor Rocha_ explicaba Dortmund, sabiamente._ Padece una grave enfermedad que la mantiene en esa condición. Una buena ayuda económica le vendría muy bien. A ella destinó el señor Miguel Rocha la plata que le quitó a la señora Franco, que estaba en todo su derecho de hacerlo porque era su dinero. Se cansa de su mujer, la deja en bancarrota tal como se lo juró y se viene hasta esta cabaña a cuidar a su pobre madre convaleciente. Estoy seguro que ella jamás conoció a la señora Elena Franco y que el señor Rocha le presentó a la señorita Montiel como su genuina esposa. Por eso la reacción tan afectuosa al saludarla. Esa pobre mujer en silla de ruedas no merece más disgustos. Y en una cabaña alejado de la civilización, el señor Miguel Rocha nunca se enteró lo que ocurría y lo que la señora Franco hizo.
_ Implica que la señora Elena Franco sabía entonces adónde había venido su marido. Sino, no se hubiese arriesgado a montar semejante espectáculo_ opinó compungido el capitán Riestra.
_ Posiblemente.
_ ¿Y ahora Dortmund? ¿Qué piensa hacer?
_ Dejar que vivan en paz. Con los últimos acontecimientos, tuvieron más que suficiente. ¿No le parece, capitán Riestra?

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