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          EL CANARIO HUECO        
                                          &nb

un Cuento en Certamen de
Paolizzi Miranda



Levantó la lona y espió. El canario estaba agazapado en un rincón de la jaula, mirando a su compañero.

Daniel metió el brazo entre los barrotes y depositó la carne grasienta sobre la paja.

Vení le dijo, mientras Germán se mordía el labio. Dale, negrito.

No da pelota sentenció el otro. Dejá que le agarre hambre.

El animal permaneció inmóvil, clavándole la mirada. Cada tanto abría la mandíbula, enseñando las encías cerúleas y los dientes sarrosos que brotaban como raíces del hocico. Su pelaje era azabache, corto y ralo; su cuerpo musculoso parecía una sombra. El rabo, apenas una protuberancia del coxis, colgaba fuera de la jaula. Las patas eran anchas y robustas, parecía mágico que cupiera en tan reducido espacio.

Germán resopló: estaba harto del camión, el hedor de los animales, de ir y venir por la ruta.

—Está estúpido —dijo Daniel, palpándole—. Voy adelante.

Andá nomás a sentarte. Es lo único que hacés respondió el compañero. 

Daniel se subió al semirremolque y empujó la jaula para asegurarse de que no cayera. En ese descuido, el canario estiró el cuello y mordió a ciegas. El chico sintió un fuerte tirón en la mano, casi se parte los dientes contra los barrotes. Se liberó a forcejeos y enseguida volvió Germán, a ver qué le pasaba:

¡Daniel!

El hombre regresó a la cabina con el rostro desvaído, y Daniel escuchó que llamaba a emergencias. Bajó el cabeza, repentinamente mareado. El suelo se tiñó de barro, alquitrán y sangre súbita. Cuando se miró la mano encontró un muñón fresco: la última y blanca falange de su meñique. El dedo no estaba. Germán volvió con el teléfono pegado en la oreja y le tendió un trapo:

Vendátelo gritó, mirando de soslayo al dogo canario. Perro de mierda, yo le pego un tiro.

No duele dijo Daniel, vendándose torpemente la herida. ¿Qué hago?

Ya está. Germán empujó la jaula violentamente hacia el fondo del semirremolque, el canario gimió—.  Ahora vienen y te suturan el dedo. No sé qué pasó.

Está mansito ahora advirtió Daniel, secándole los espesos riachos de sangre que descendían por su brazo.

Andá y sentate Exigió Germán, haciéndolo bajar de un empujón. Ahora yo cierro y nos vamos.

Cuando llegó la ambulancia, Daniel se dejó hacer con una mezcla de curiosidad y exaltación. La adrenalina lo anestesiaba, y tampoco sintió un ápice de rencor hace el dogo canario. Se negó rotundamente a hospitalizarse y cuando el sol pintaba de rojo la bóveda, el camión estacionó pegado a la vereda.

¡María! Daniel besó la mejilla de la señora cuando la tuvo a su alcance. Ella tenía apenas una blusa sobre el cuerpo esbelto, escuálido por una vieja enfermedad. Arrastró las alpargatas por la calle y sus dedos tamborilearon en la ventanilla: — ¿Lo trajiste, Dani? Preguntó, olisqueando dentro de la cabina. ¿Qué te pasó en la mano?

— No quiso que lo atendieran como corresponde adelantó Germán.

Ya cerró, hombre le bufó. Yo tengo sangre de perro. 

En una hora despacharon el semirremolque y amarraron al dogo con una cadena en el patio trasero de la casa. Nuria, la vecina, compró facturas. Comieron sentados en el cordón, como si fueran niños. Daniel sintió un ligero escozor en la herida que nunca proliferó en dolor, pero lo dejó intranquilo. A la mañana salió el nene de María, Oliver, para jugar con los chiches. El crío era tan hermoso que Nuria se quedaba viendo la escena recalcada en su lado de la cerca: un par de ojos fulgurosos le estallaban en el rostro oval. Era delgado y ágil. El cabello negro caía en jirones sobre su nuca. La mujer se sentía más segura teniendo un perro guardián en el baldío de atrás. Había escuchado de un supuesto allanamiento en manada. Chimentos de barrio.  

Es súper mansito le decía Daniel a su novia, Paula. No da problemas el pibe ese, qué cosa.

Igual que la madreseguía ella. ¿Estás seguro del perro?

Sí, no pasa nada. Dejá que se acostumbre al ambiente. Con Germán lo agarramos en el monte. Buscábamos mangostas como siempre, ¿viste? Y en eso aparece el bicho. Germán dice que lo tenía visto, pero que el maldito desaparecía como un fantasma.

Seguro estaba en pedo—. Se reía la chica.

Sí, seguro.

Pasados los días a Daniel se le deshinchó la mano y la pudo mover. Sin embargo, los demás insistieron en que descansase. Imbuido en un inusual aletargamiento, Daniel decidió abandonar la caza y dedicarse a pescar en el muelle. El fin de semana, Paula lo llevó en el auto hasta la laguna y volvieron con el balde reventado de tararira y pejerrey.

Qué raro que salga pejemencionó a María mientras repartía los pescados. Ella les cortaba la cola y la cabeza y los metía en la heladerita. Paula cebaba con la yerba añeja, vigilando.  

En Junín siempre hay peje, Dani ajustó María, empujándolo juguetonamente con la cadera.

No jodásdijo él, hundiendo la mano sana en las branquias. Cuando los dedos pringosos de sangre asomaron en la garganta del pez, lo sostuvo junto a su sien y puso una voz aguda: ¡No molestes o terminás comiendo fideos con aceite!

Un ladrido mató la conversación. Desde el fondo del galpón de oyó un estruendo, seguido de un quedo murmullo. Los tres giraron la cabeza a la vez.

— ¿Se soltó Roscuro? preguntó Paula.

— No puede ser, si todavía es cacho convino Daniel—. No tiene fuerza para romper la cadena.

¡Ah, cachorro como Oli!— celebró la chica— Bueno, voy yo a ver. 

Dejó sus cosas en la silla y fue corriendo al fondo. Silencio. 

El subsecuente alarido hizo que a María se le resbalara la tararira. Los dos se metieron a la casa, pero el chico le hizo un ademán y ella se quedó en el pasillo. Daniel corrió hasta que el suelo se convirtió en un borrón. 

— Llamá al nueve once— balbuceó Paula cuando estuvo a su lado.

Estaba petrificada detrás de la cerca. Daniel vio a Oli sentado en el pasto, sujetando la cabeza jadeante de Roscuro. A pocos metros yacía el cuerpo de otra criatura, deshecho a dentelladas. Tenía los ojos salidos de las cuencas, la boca y el cuello abiertos. Las rodillas, en su gordura láctea, dobladas en una extraña posición. A Daniel le costó reconstruir la forma humana entre tantos jirones de carne. 

— Vení para acá, Oliver— lo llamó—. Dale que tu mamá te busca.

Oliver giró la cabeza. Soltó al canario y este se metió en la cucha. Daniel levantó al niño por encima de la cerca y comprobó que estaba ileso. Mientras tanto, Paula marcaba en su celular.

— ¿Se rompió la cadena, Oli? le preguntó—. Sabés que no podés entrar ahí.

Yo saqué la cadena dijo el niño—. Toba molestaba y él me defendió. Lo ayudé...pero a veces es difícil salir.

Sabés que el perro no entiende, Oli— Enseguida llegó la madre y Daniel le dejó a upa al crío—. Quédense acá.

Saltó la cerca y miró dentro de la cucha: el perro tenía el morro embebido en sangre. Parecía dormido. Juntó valor y se acercó silbando. Roscuro apenas movió las orejas. Él lo miró a los ojos: se vio a sí mismo en dos pantallas grises y profundas, que eran las pupilas del can. Contempló su vívida imagen, en cuyos ojos se reflejaba también el canario. Canario y hombre. Hombre y canario, hasta el infinito insondable. 

— La puta madre, Dani sollozó Paula—. ¿Qué le decimos a la familia?

— ¿Están viniendo?

— No, me asusté y colgué.

Traé la pala.

Paula se enjugó las lágrimas: — ¿Me estás cargando?

¡No, tarada! — Daniel se fue sobre ella y reprimió un gesto de dolor al golpear la madera podrida ¡Andá a buscar la pala!

En cuanto hubo vuelto con la herramienta, el chico arrastró el cuerpo hasta el fondo del baldío y lo tiró en la parcela de Nuria. Después cavó un pozo y enterró el cadáver con parsimoniosa habilidad. Escondió la pala entre los yuyos secos y baldeó la sangre que impregnaba el pasto.

Va a largar olor señaló Paula—. Se va a dar cuenta.

— La vieja está atrofiada. Va a quedar como que el nene se extravió.

— Vive en la esquina.

Si, ya sé. Pero los nenes se distraen, vos hacete la pelotuda.

Al alba cayó la desesperada familia. María los atendió, mintiendo con una solemnidad mística. Oliver se quedó adentro, mirando los dibujitos. Podía escuchar a su madre del otro lado de la persiana. Daniel se fue a duchar, se fregó las costras de barro y sangre seca. Se cambió las vendas y se afeitó. Cuando salió del baño se encontró al sobrino dormitando en el sillón. 

¿Querés salir a dar una vueltita? 

Con la ayuda de Germán le pusieron un bozal a Roscuro y lo arrastraron al interior del semirremolque. Paula y Oliver se subieron a la cabina.

¿Por qué no lo sacrificás y listo? preguntó Germán.

— Porque ya tiene nombre. Mejor lo abandonamos en el muelle y el pibe se olvida. 

Cuando Daniel sujetó el volante sintió el movimiento del animal detrás de él. Había una pequeña ventanilla abierta por donde podía verlo. El cubículo tenía una luz interna, podía ver los ojos apagados del perro. Cuando salieron a la ruta, Paula le apretó la rodilla. Oliver estaba dormido sobre su regazo.

— Qué bien que se llevan vos y María.

Daniel acomodó el espejo y prendió la radio. Estaban pasando La Vie en Rose

No jodás, Paula, dale.

— E imaginate cuando no estoy. 

Daniel estacionó sobre la banquina. Quedaba un kilómetro para llegar al complejo de pescadores.

Paula, toda la mierda que tenés en la cabeza te la inventás vos y Oli no tiene por qué saber.

Dale, echale la culpa mientras duerme. 

Daniel le dio un puñetazo al manubrio. La herida le dolió. Sacó la cabeza y aspiró el viento picoso y húmedo de la laguna. Paula subió un tanto el volumen de la radio y miró por la ventanilla que separaba la cabina del semirremolque. Roscuro estaba un metro abajo, recalcado sobre sus ancas. La baba goteaba lentamente de su mandíbula. La chica y el canario se miraron. Los ojos del perro eran dos pantallas huecas, de una obscuridad intermitente. En los orbes lustrosos podía verse sentada en la cabina: se veía reflejada en fractal, infinitamente dibujada en los ojos del condenado. Hasta que sólo estuvo ella.   

Tiene los ojos brillantes como un pajarito — farfulló Oliver.

La chica desvió la atención y le acarició el pelo: — ¿Te despertó la música?

Daniel subió los vidrios y arrancó, echando un vistazo a Roscuro: ¿Cómo se sacó el bozal?

Fui yo dijo Oliver—.  A veces no te das cuenta de que estás adentro.

— ¿Qué decís, pendejo?

Paula le asestó un codazo: No le hables así.

Daniel cerró el puño y lo descargó en el maxilar de la mujer. Su cabeza rebotó en el vidrio opuesto y lo quebró. Oliver se deslizó entre su vientre y el espacio entre el asiento y la luneta. El canario brincó con una fuerza monstruosa y atravesó la ventanilla con el cráneo. Los dientes se cerraron en la cara de Daniel. Hubo un grito, un trozo de lóbulo que salpicó de rojo los espejos y finalmente el camión dobló enfilando al césped y volcó sobre el canal de desagüe. La Vie en Rose  continuó sonando. 



Los animales son como niños. Absorben toda la rabia de uno y la sueltan sin escrúpulos dijo Nuria, apenas una semana después del velorio. 

María salió al corredor, era cuero y huesos. Su rostro jovial se había convertido en una máscara demacrada y sus ojos se hallaban ceñidos por el llanto. Germán la abrazó y preguntó por Oliver. 

Está en coma murmuró ella. 

El hombre la volvió a contener.

— Vas a estar mejor sin ese perro —sentenció Nuria—. Qué raro que te movía la cola cuando lo sacaste del camión.

— Debe sentir la muerte —concluyó Germán.

Mientras tanto, al manso Roscuro lo subían a la camioneta junto a una decena de otros perros. Los patrulleros despejaron la escena. El conductor cobró, aplastó el cigarrillo con la suela y subió. Cuando tomó distancia pisó el acelerador, mientras la cámara trasera se llenaba de gas. Ni un solo ejemplar quedaba con vida para el minuto y medio. Así controlaban a las alimañas en casi todos los pueblos. Al minuto y medio, Oliver no respiraba.

El rumor de un dogo avistado en el monte también murió de prisa.


En Chacabuco, un niño despertó al pie de la escalera con las vértebras adoloridas. Su padre le arrojó una bota desde el peldaño más alto:

¿Qué pasó, roñoso?

El canario lo miró, gruñendo. 

Nada contestó el niño, apoyándose en el enhiesto lomo peludo. Tropecé con Negro.


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